martes, 17 de noviembre de 2009

Manos voladoras – Héctor Ranea




Estaba tan enguantada que apenas podía vérsele la piel blanquísima. La adivinaba desnuda debajo de esa leve piel de serpiente con que tapaba su ser de mi vista. No de la mía, porque ni me adivinaba espiando detrás de la puerta del piringundín al que no podía entrar por ser aún menor. No sólo recuerdo lo que imaginaba, sino sus manos, lo único visible de ella, además de los labios y los ojos. Las movía mientras cantaba esos tangos, las hacía parecer manos que me alcanzaban cada rincón del cuerpo. A pesar del helado aire que llegaba en las noches de primavera, me calentaba con sus manos. Esas manos voladoras, en las que abrigaba las letras de algún tango que cuya poesía por entonces no comprendía y que ahora he olvidado.

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